"A Cecilio Rubes no le gustaban los niños. Entendía que de todos los martirios conocidos, soportar a un niño era el más metódico y refinado.”
Cecilio educa a su vástago de una manera extremadamente complaciente, incluso en contra del parecer de su mujer. No le importa si el chico deja de estudiar, frecuenta malos ambientes o no respeta a los demás. En el fondo, le consiente todo por su propia comodidad. Lamentablemente, el pequeño Sisí termina siendo víctima de esa educación poco rigurosa y se convierte en un mujeriego veleidoso y vacío, acostumbrado a que se haga siempre su voluntad.
“—¡Cielo santo! —chilló Rubes—. Trataste pocas criaturas en la vida, ¿verdad querida? Bien, ¿cuándo vas a darte cuenta de que ni el arte, ni la ciencia, ni la educación se encuentran en los libros? Para tratar a tu hijo, Adela, no te debes guiar de un libro, sino de tu propio corazón. ¡Eso es!Insistió Adela:—No soy partidaria de blanduras con los chicos, Cecilio, ya lo sabes. ¿No crees que con esta actitud no hacemos más que perjudicarle?Perjudicarle, perjudicarle... ¿Piensas que un niño es más feliz llevándole siempre la contraria que viviendo su vida libremente?”
La historia termina de manera dramática, pero previsible, sin duda. Creo que el fondo de la cuestión es absolutamente actual. Vivimos tiempos controvertidos en educación... Como nos alerta Daniel Arias-Aranda, estamos engañando a los estudiantes en ese iluso afán de procurarles felicidad a base de ahorrarles todo esfuerzo. Es todo lo contrario: el joven, de suyo, se colma de satisfacción cuando supera los desafíos a los que se enfrenta.
Nuestros neopedagogos de despacho proclaman que hay que escuchar al alumno (aunque ellos no escuchan a los profesores), como si la enseñanza consistiera en agradar. No, el auténtico maestro debe ser un líder en el sentido etimológico del término, esto es, un guía que conmina a sus discípulos a avanzar por el camino de la verdad con el ejemplo de su esfuerzo y el encanto de su saber.
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