jueves, 13 de octubre de 2022

¡Neopedagogos! A ver si os enteráis: el hombre no ha cambiado

Estoy terminando de leer la autobiografía de Agustín de Hipona, nacido en Tagaste, cerca de Cartago, en 354, y considerado el máximo pensador del primer milenio, al que debemos importantes aportaciones sobre filosofía, ética, teología, el concepto del tiempo, la naturaleza de la memoria, etc. En su juventud fue maestro de gramática y retórica, y es aquí donde quiero detenerme.

Dice Agustín de sí mismo que cuando era niño “[…] no gustaba yo de las letras y odiaba el que me urgiesen a estudiarlas. Con todo, era urgido y me hacían gran bien. Quien no hacía bien era yo, que no estudiaba sino obligado […]” (Confesiones 1,12,19). Es decir, a nuestro famoso pensador hubo que forzarle a estudiar, porque no basta con tener talento.

Más tarde cuenta que, sintiéndose frustrado, decide ir a Roma, la Nueva York de la época, y explica sus motivos así: “[…] mi determinación de ir a Roma no fue por ganar más ni alcanzar mayor gloria, como me prometían los amigos que me aconsejaban tal cosa —aunque también estas cosas pesaban en mi ánimo entonces—, sino la mayor causa, y casi sola, era oír decir que los mancebos que estudiaban en Roma eran más quietos y más bien disciplinados, porque no entraban en tropel en la escuela de otros maestros, ni eran admitidos por ellos sin licencia del suyo. Todo lo contrario de lo que se hacia en Cartago, adonde los estudiantes son descorteses y mal criados, entran desvergonzada y furiosamente y turban la orden que los maestros tienen puesta a sus discípulos para que aprendan mejor; hacen mil agravios con poco seso, que por las leyes deberían ser castigados, si la costumbre no los excusase; la cual muestra que ellos son tanto más miserables cuanto, por costumbre, más se les permite lo que por vuestra eterna ley nunca les será lícito; y piensan que no hay castigo en lo que hacen, siendo su castigo la ceguedad con que lo hacen y, sin comparación, mayores son los males que padecen que no los que hacen. De manera que las costumbres que siendo yo estudiante no quise seguir, después siendo maestro era forzado a sufrirlas en los otros. Y por eso me agradaba el ir a parte donde todos los que lo sabían me decían que no había tales costumbres.” (Confesiones 5,8,14).

Agustín está harto de aguantar indisciplina y falta de respeto y, por eso, se traslada a Roma, con la esperanza de conseguir mejores estudiantes. La disciplina es fundamental a la hora de enseñar. Hoy, ayer y siempre. No me quiero olvidar de la advertencia a los insubordinados: mayores son los males que padecen que los que hacen.

Ya en Roma, nos cuenta “[…] al punto advertí con sorpresa que los estudiantes de Roma hacían otras travesuras que no había experimentado con los de Cartago. Porque si era verdad, como me habían asegurado, que aquí [Roma] no se practicaban aquellas trastadas de los jóvenes perdidos de allí [Cartago], también me aseguraban que aquí los estudiantes se concertaban mutuamente para dejar de repente de asistir a las clases y pasarse a otro maestro, con el fin de no pagar el salario debido, faltando así a su fe y teniendo en nada la justicia por amor del dinero.” (Confesiones 5,12,22).

Pensemos ahora que todo esto pasa alrededor del año 400, es decir, hace más de 1.600 años. Es evidente que el hombre no ha cambiado nada. Dejémonos de vender la innovación pedagógica como la poción mágica que promete aprender sin esforzarse. No, la ciencia infusa no existe: los profesores tenemos que dar clase y los alumnos tienen que estudiar, aunque lo odien. Y la indisciplina no es naturalidad, sino falta de respeto.

Otro día, quizá, me detenga a hablar de la idea de la memoria según Agustín de Hipona o sobre su concepto del espacio-tiempo, que, para Roger Penrose, se adelantó 1.500 años a Albert Einstein.


Bibliografía:

- San Agustín, Confesiones, Austral, 2017. Traducción de Pedro Ribadeneyra
- Traducción online de Ángel Custodio Vega Rodríguez, revisada por José Rodríguez Díez: https://www.augustinus.it/spagnolo/confessioni/index.htm